EL MILICO DEL ESCUADRÓN

El hombre fue muy prolífico dirían los que siempre opinan y nada saben, los que no viven la vida sino que la ven pasar, los que tienen alma de maestros y ni tan solo pasaron por la puerta de la escuela chicharrón.

La historia personal de cada uno tiene sucesos y matices que no se parecen, que no tienen símiles con ninguna otra historia.

Al hombre le gustaba practicar el sexo con libertad, sin prejuicios ni límites. Entendiendo el principio, el mandato, bíblico de “creced y multiplicaos”, al pie de la letra.

Había engendrado 19 hijos

-¡19 hijos! 

-¿Con la misma?

Como no entendió que le preguntaban si con la misma mujer, él respondió

-Sí… Con la misma, pero con tres diferentes señoras.

Don Ramón se había casado tres veces.

Cuando para una persona nadie establece leyes ni normas que limiten, ni educa para formar conciencia, todo está permitido

Con la primera tuvo dos hijos, un varón y una mujercita. La esposa murió, al parecer de desnutrición.

-El hombre le daba mucha cama y poca comida – Contaba don justo Pastor, primo de don Ramón – Y… Se acollararon muy niños. El Ramón tendría unos 18 años y ella, la Herminia, 13 o 14, no más.

Así, a los veinte años ya cargaba con su viudez y dos niños muy pequeños para criar y cuidar. Ya se había enganchado el hombre como milico del escuadrón, algo así como la policía montada actual, policías de a caballo. Como era enamoradizo al igual que los milicos de todas las épocas, no le resultó difícil encontrar a la sucesora de la mujer.

Se había extendido en el pueblo, llamado Médano de Oro, la leyenda de los Naveda cuyo origen tiene causal en una apuesta jugada por un grupo de hombres jóvenes que competían para ganar un cetro muy singular

-¿Quién tiene la pistola más grande?

En el pueblo, zona rural por excelencia, lugar de fincas y campo de mitos y leyendas, se conocía a cuatro o cinco muchachones que siempre hacían alarde de sus atributos. Ellos eran: El Tuerto Julio, el Tatiano, el Negro Cazuela, el Tordo y el Panchito, entre los que nunca se encontró a un ganador en razón de que todos medían igual. Como si fueran un calco unos de otros.

Los Naveda nunca participaron en la competencia. Preferían la discreción antes que la exposición,

Un día, parece ser, que hicieron apuestas sobre bañarse en “el quita penas” o canal de la calle 5, que todavía no estaba canalizado, en la zona del Quinto Cuartel, por el que se desplazaba un importante caudal hídrico que lo convertía en extremo peligroso; competencia en la que solo tenían cabida los más machos, los que no le tienen miedo “al quita penas”. Como era una cosa de machos,  entre los participantes estaban Ramón y Justo Pastor, los cinco mencionados anteriormente y los gringos López, que eran dos hermanos gemelos.   

La apuesta consistía en arrojarse al caudal de a uno por vez y llegar hasta un punto distante trescientos metros donde sería rescatado con sogas y cubiertas colocadas estratégicamente en el lugar.

A su turno cada competidor debía despojarse de la ropa y arrojarse al agua, desnudo. Así lo hicieron uno a uno.

Obviamente al conocerse el desafío entre el gentío se congregó masivamente  y no faltaron las mujeres que también se convocaron al lugar.

Carretelas, sulkis, bicicletas, chatas, caballos, camiones fueron los medios de transporte idóneo que permitió llegar hasta el canal.

La primera sorpresa fue cuando el gringo López chico, el menor de los hermanos, el que nació primero, se desnudó. A la vista de todos los presentes quedó expuesto un miembro  un poco más grande que cualquiera de los del grupo de los sementales que apostaban siempre.

Hubo codeos, señas, miradas y exclamaciones de sorpresa. Les resultaba inaceptable que apareciera un gringo, para colmo más chico, en edad, que todos portando semejante armamento.

Antes de que se arrojara al agua, ya habían surgido mil versiones de por qué el gringo chico tenía lo que tenía.

El complemento fue su hermano, el gringo grande, el que nació segundo, que calzaba el mismo número que el hermano, el gringo chico, el que nació primero.

Entonces los dichos se acentuaron.

Los unos decían que era porque los gringos chacareros se alimentan con porotos y comen muchas hortalizas, sobre todo nabos y zanahorias y porque cada año le pegan duro a los carneos. Sobre todo a las butifarras que son blancas y por eso el gringo chico y el gringo grande la tienen blanca.

Los otros decían que no. Que era porque al gringo chico le gustaba correr en bicicleta y que tanto pedaleo le masajeaba la tripa y la hacía crecer, que había que tener en cuenta que la guasca, así decían “guasca”, es un músculo y que si no se lo masajea o se lo usa se atrofia.

Los gringos tenían fama de haber usado sin discreción alguna la butifarra desde muy jóvenes. Algunos decían que en la finca no se salvaron ni las cabras, las yeguas ni las gallinas, que después siguieron con cuanto peoncito propio o ajeno gustara de probar el embutido hasta que aprendieron que mejor era con las chinitas.

Pero la sorpresa mayor la produjeron los Naveda. Justo Pastor y Ramón portadores de soberbios miembros que motivaron a llamarlos desde entonces como “los burros”. Los otros nunca más compitieron para medirse.

Allí, ese día, supieron que los habían derrotado para siempre. Nunca más organizaron campeonato alguno para medir a la bestia. Aprendieron que  lo que se tiene se usa y se goza pero que no se anuncia la cosa.

De los burros Naveda dijeron que tenían lo que tenían porque  eran milicos del escuadrón. Que al estar todo el día montados en los caballos, teniendo el bicho masajeado durante  todo el día, por fuerza, les tenía que crecer de esa manera.

Desde ese día los que creyeron en la primera teoría la tomaron al pie de la letra. Los que pudieron se compraron bicicletas y los que no, se dedicaron a los masajes manuales. Los partidarios de la segunda teoría se compraron caballos y anduvieron montados todo el día.

Con semejante antecedente don Ramón no tenía problema alguno para conseguir donde su amigo practicara cada día y no olvidara su función primordial. Como buen milico siempre estaba firme prestando algún servicio o, como decía Justo Pastor, “haciendo un domicilio”. No había casa en la que no hubiera al menos un niño parecido a los Naveda. Si era varón solo bastaba verlo orinar  para descubrir su sello y marca.

Entre todas las mujeres que conociera don Ramón en tantos entreveros, no estaba la que sería su segunda esposa.

Si bien es cierto que era muy liberal en su accionar con las mujeres de los otros, siempre buscó que la suya no tuviese ningún conocimiento previo. O sea que fuese virgen. Por eso eligió a la Cirita, la hija menor de los Fúnes que por entonces tenía casi trece años y todavía no había conocido hombre. En realidad no tenía idea de la vida.

Cirita, como la llamaban, era la séptima hija mujer de don Braulio Fúnes, patriarca de familia numerosa, cuyos nueve hijos varones trabajaban en el campo junto al padre.

Cuando Ramón Naveda, vestido con su uniforme de milico del escuadrón, llegó hasta el rancho de Braulio Funes en el Médano de Oro, no tenía idea clara de cuál de las hijas del viejo chacarero habría de elegir. Desmontó del caballo y lo amarró al palenque. Se saludó con Braulio y hablaron a solas. Pocas palabras. Después volvió a montar y se marchó. Había acordado que volvería a la tardecita para conocer a las niñas.

Puntual, llegó al rancho cuando comenzaba a caer la tarde. Bajo el alero del patio sentadas en hilerita estaban cuatro de las siete hijas de Braulio.

-¿Están todas? – Pregunto Ramón Naveda, plantado frente a las niñas que nerviosas estrujaban un pañuelito en sus manos, impactadas por la apostura del hombre. Casi un metro ochenta, bigote prominente, ojos negros como su cabello y piel bastante clara producto de la mezcla de razas lograda desde la conquista. De madre criolla y padre español resultaba un ejemplar de hombre atractivo. Además entre las mozas ya se conocía lo que tenía aunque más no fuera de mentas.

-Falta la Angelina que ya está casada y las dos más chicas, la Clemencia y la Cirita que están en la cocina preparando el mate. Son muy chinitas

Ramón Naveda miraba detenidamente a las mujeres sentadas ante él que, con la mirada baja, esperaban.

-A la primera se la voltea el gringo grande – Se decía Ramón – La que sigue es la hembrita del Justo Pastor y la otra del cabo Agüero. Esta, la última, está linda pero el otro día el gringo chico se la tiró en la chacra. Están buenas las cuatro pero ya están abiertas y yo quiero ser el primero. Me gusta enseñarles cómo me gusta amar, que aprendan conmigo. Que sepan que después de mi no habrá otro igual.

En ese momento aparecen las dos hijas más jóvenes de Braulio. Una trayendo en sus manos una bandejita con semitas caseras calientes y la otra el mate de plata espumoso que le tiende a Ramón.

-Esta es Clemencia, la del mate – dice Braulio a manera de presentación. La chica se sonroja y baja castamente la mirada – Y esta es Cirita la más chica.

La niña que le invita la semita le sonríe mirándolo a los ojos con la picardía de toda nena inocente que no conoce maldad por lo que no baja la mirada. Esto le impacta a Ramón Naveda que lo toma como un desafío.

Finalizada la visita, con intercambio de muchos mates y pocas palabras, los dos hombres se alejan juntos hacia la entrada de la finca que está por la calle siete.

Visto desde la distancia se ve a Ramón Naveda que  lleva a su caballo de las riendas y a la par camina Braulio Funes. Los hombres se saludan y Ramón se marcha al trote de su cabalgadura.

Braulio Funes lo mira marcharse. Se siente feliz porque Ramón Naveda, el milico del escuadrón, va a formar parte de la familia. En un mes, a más tardar, se casará con una de sus hijas. Ahora le quedan sólo cinco por casar.

La elegida ya tiene un futuro. Tendrá que preguntarle a su mujer si ella sabe algo de la hija para poder concretar el matrimonio. Se sorprendió cuando Naveda le preguntó si ella ya era mujer, si ya podía conocer hombre. Pensó que ese detalle era secundario, que lo importante era tener por yerno a Naveda.

Con la intención de hablar después con su mujer, volvió al rancho. Allí les comunicó lo que pretendía Naveda…

-El hombre quiere casarse pronto. Tiene dos niños pequeños, uno de año y medio y el otro de siete meses. En poco tiempo terminará de acomodar su rancho que está cerca de aquí, ahicito nomás.

-Casarse sin amor no tiene buen fin – Dice la esposa

-Me dijo que la mujer ha de aprender a quererlo de a poquito, que no tiene apuro, nada más que de casarse.

-Y… ¿A cuál de las muchachas a elegido?...

-El hombre quiere a la Cirita…

-¡Pero es muy chinita la Cirita!…- Dice la esposa santiguándose

-Es lo que yo le dije pero él insistió. Se casarán en un mes, ya di mi palabra.

Así fue que un mes más tarde el juez de paz los casaba con la anuencia de los padres de la niña  y la negativa del cura del pueblo. La fiesta se hizo en el rancho de los Funes y hubo un asado, empanadas y vino.

A la noche los recién casados se fueron a su rancho.

Por una semana no supieron nada de ellos. A Naveda le dieron unos días de licencia por el matrimonio y cuando se reincorporó a trabajar comenzaron las visitas.

En un sulki llevó a la Cirita, ahora su mujer, con los niños hasta el rancho de los padres de la esposa y allí se quedarían por unos días, hasta que el volviera de una comisión.

Cirita salió del rancho de sus padres siendo una nena y a la semana volvía convertida en una mujer con dos hijos. Las hermanas mayores preguntaron poco, ellas ya sabían de qué se trataba la cosa. En cambio Clemencia quería saber todo y Cirita le contó  cómo se sorprendió cuando lo vio quitarse toda la ropa hasta quedar desnudo, que tenía una verga grandota como un burro, cuánto dolió la primera vez, como era el hombre desnudo que dormía a la noche junto a ella, lo que él le hacía y lo que le pedía le hiciera en esa tripa peluda, cómo lo hacían y cuanto disfrutaba porque él le enseñó.

-Las primeras veces tenía miedo cuando veía que se desnudaba pero ahora me gusta y quiero estar con él en el rancho. Quiero que vuelva pronto

 Entonces Clemencia lloró de celos e impaciencia.

-¿Cuándo me tocará a mi? – Pensaba mientras a la noche  en su catre se acariciaba el cuerpo que ansiaba su complemento - ¿Quién me hará doler a mí?

Pasó todo un año antes de que Cirita quedara embarazada de Ramón, no era por falta de sexo ya que el hombre se le prodigaba con toda liberalidad sino porque para que le bajara su primera regla debió pasar todo ese tiempo. Cuando contrajeron enlace Cirita era impúber todavía. Después de la primera regla su cuerpo se transformó, Aparecieron ampulosas tetas y glúteos destacados producto del trajín cotidiano a que Ramón sometía a esas zonas de su cuerpo.

En nueve años nacieron siete retoños con el sello de Naveda, cuatro varones y tres mujercitas. Luego de dos años de no preñarla, al tercero se activó de nuevo y concibieron al octavo hijo. A los cinco meses de embarazo un accidente le quitó la vida a Cirita y al niño que tenía en su vientre. Un caballo se encabritó y al intentar proteger a su hijo menor, recibió una coz del animal en el vientre que mató al bebe y a la madre.

Ramón Naveda volvió a quedar viudo y otra vez a buscar una esposa virgen.

Después del entierro y el tiempo de duelo, con novenario incluido, ropas negras y lloros muchos, se volvió a la vida de siempre, con la rutina de cada día.

El hijo mayor de Ramón Naveda tenía casi los trece años cuando el padre decidió buscar una nueva esposa. Tenía ahora nueve hijos, cinco varones y cuatro mujercitas, la mayor de las cuales llegaba casi a los doce.

En su búsqueda fue paciente. Ahora tenía en cuenta que ya era un hombre hecho y derecho, que ya calzaba 31 años, que tenía los hijos mayores ya grandecitos, que en total había nueve niños para atender. Por sobre todo primaba su idea primordial de encontrar una mujer virgen.

-Prefiero seguir sin mujer a tener que cargar con una a la que ya le hayan sacudido los damascos… No señor… De ninguna manera… O soy el primero o nada… Para mojar la anguila tengo dónde, me sobra ande meterla… Por donde salgan mis hijos entra solo mi guasca…

Así pensaba Ramón Naveda, el milico del escuadrón.

El nuevo siglo, el número veinte de la era cristiana, llegaba a su primer cuarto. En el Valle de Tulúm primaba el verde de las arboledas naturales, propias de la región aunque también había lugar para los enormes eucaliptos que trajera hace más de cincuenta años el maestro de América. Los gorriones, especie de las aves  también traída por el más conocido de los hombres de esta tierra, se habían multiplicado por miles y miles.

Por entonces se decía, cuando no se conocía el progenitor de algún párvulo, que seguro era hijo de un “gorrión” que pasó por allí. Esto se aplicaba en sentido figurado ya que todos conocían que el pajarito hace el amor en pleno vuelo y de manera tan rápida que para el que mira es una pelea de pájaros.

Ramón Naveda había incorporado esa manera de tener sexo. A modo de vuelo rasante y como quien no quiere la cosa. Claro que nadie tenía dudas en identificar al padre si el nacido era varón.

Los Naveda, Justo Pastor y Ramón, además de sus desarrolladas áreas genitales se destacaban por tener cada uno un lunar importante de color azul oscuro en la bolsa  escrotal. El uno lo tenía sobre el testículo derecho, el otro sobre el izquierdo. Un detalle que transmitían, vaya a saber por qué razón genética, a cada hijo varón que engendraban.

Cuando nacía alguien en la comunidad se generaba un interés singular y una gran expectativa que se resolvía de inmediato si el recién llegado al mundo era mujer. La actividad de la gente volvía a la normalidad y la niña volvía a llamar la atención una vez que se convertía en mujer con el paso de los años y solo a los hombres que eran atraídos como la mosca a la miel.

Si por el contrario era varón el recién nacido, todo el pueblo estaba expectante. Especialmente el marido de la parturienta quien podía sentirse orgulloso si el niño tenía genitales normales y no tenía lunar alguno. Si el hombre, una vez nacido el niño y confirmada su paternidad, vestía sus mejores ropas y llegaba al bar del pueblo donde invitaba a quien quisiera con una copa de vino, se entendía que los Naveda no habían incursionado por la zona y el hombre celebraba, sobre todo, ese reconocimiento.

Si no ocurría nada de esto, se comenzaba con las especulaciones

-¿De quién de los dos será?

-Habrá que ver en que huevito tiene el lunar – Se decían las comadronas del lugar

Y se hacían apuestas fuertes. Un chivito, cuatro gallinas, una ternera o un potrillo se ponían en juego.

Una vez ocurrió que nació un varoncito, primer hijo, en un matrimonio joven y el niño estaba muy bien provisto por la naturaleza. No se entendía por qué no tenía el consabido lunar. El matrimonio se separó y el hombre se fue del pueblo al no soportar que toda la gente murmurara cuando el pasaba.

La mujer era de la familia de los gringos López y era natural y lógico que el niño estuviera tan bien provisto pero fue un detalle que nadie tuvo en cuenta. La mujer juró y perjuró que había sido fiel a su hombre, más este no le creyó.

En aquella época no se sabía tanto de información genética y si de infidelidades.

Cerca del cuartel donde tenía asiento el escuadrón de la policía montada, había unas casas enormes, de altas paredes y techos de caña y barro, construidas sólidamente. Puertas altas y ventanas inmensas que parecían puertas puestas en desnivel. Allí vivían los Tapia, una familia originaria de Córdoba que asentara sus petates en seguimiento del jefe de la familia destinado a los cuarteles del 15 Infantería de Montaña y que adoptaran como residencia definitiva al contraer enlace los descendientes con lugareños.

A esa casa llegó desde la docta, una morochita de baja estatura. Huérfana de madre soltera y con otras hermanas y un hermano repartidos en otras familias. Contaba con doce años para los trece.

Al parecer, la niña hacía los quehaceres en aquella casa a cambio de alojamiento, comida, ropa y educación. Lo único que recibió fue alojamiento porque la comida era mala y poca, la ropa escasa y la educación nula.

La conoció Ramón Naveda a la hora de la siesta cuando ella terminaba sus quehaceres de esa hora y salía a sentarse a la orilla de la acequia que por entonces traía agua para riego y que luego, años más tarde, la inteligencia haría desaparecer.

Sus ojitos tristones y su timidez lo impactaron de tal manera que se enamoró sin remedio. La morochita se llamaba Nicasia y era un tanto arisca y lo rehuía cuando él se acercaba. La dura experiencia vivida en su corta vida le enseñó a desconfiar de la gente.

Sus ropitas escasas, de tosca confección en telas rudas, le daban a su imagen matices singulares, creando a su alrededor un halo de timidez y firmeza, seguridad en su debilidad y por sobre todo una enorme capacidad de dar amor.

La casona de los Tapia quedaba a la par del cuartel del escuadrón en una zona donde no había muchas viviendas. Las pocas construidas estaban distantes entre sí. Desde las ventanas  de la construcción solía mirar hacia el árbol, un enorme sauce llorón, donde la niña descansaba apoyada mientras duraba la siesta.

Desde su puesto de observación, Naveda la miraba largamente y en su mente mil proyectos maduraban, mientras que su cuerpo anticipaba goces y placeres alborotando su sangre que tensionaba su virilidad.

Ocurrió un día que la mayor de los Tapias, una mujer de unos 45 años, se tropezó y cayó al suelo fracturándose un brazo. En casa estaban la mujer, un anciano y Nicasia, quien corrió a buscar ayuda al escuadrón para levantarla del piso y para pedir una forma de transporte hasta el hospital distante varios kilómetros del lugar.

Obedeciendo órdenes superiores fue Ramón Naveda quien debió acudir en auxilio acompañado de otro milico.

Este fue el motivo del acercamiento de Naveda a Nicasia quién, desde entonces comenzó a verlo como una persona afable y con un no sé qué que lo hacía atractivo. Era una de las pocas personas si no la única que demostraba algún interés por ella, le hablaba y por ello soñaba. Por las noches, acostada ya en su catrecito tendido en la cocina, bien al fondo de la casa, sentía como un cosquilleo especial en su barriga al recordar los gestos que para con ella tenía Ramón Naveda.

Poco a poco, guardia a guardia, el hombre fue estableciendo un vínculo con la niña hasta que una siesta se acercó hasta el árbol y habló con ella. Entonces supo que la habían traído desde Córdoba, que sus patrones eran medio parientes, que su madre había muerto y que no conoció a su padre, que en esa casa dormía en la cocina, en los fondos de la casona.

Ella supo de él, de sus hijos, que era viudo y que quería casarse de nuevo, que tenía 31 años, un rancho en el Médano de Oro, distante ocho kilómetros de allí, donde vivía con sus hijos y a donde llevaría a quien quisiera casarse con él.

La cordobesita no se sintió nunca parte de sus planes porque lo veía como un hombre grande, con el que soñaba, sabiendo que ella era una niña todavía.

Un día en que estaban conversando la llamó una de las hijas de los Tapia y la trato muy mal, sin darse cuenta que él estaba allí. Los ojitos de la niña se llenaron de lágrimas por sentirse avergonzada. Su dolor se profundizó, se hizo físico porque al entrar la mujer la golpeo en la espalda y moral por el insulto verbal

-¿Dónde estabas, negrita de mierda? ¿Sos sorda? Hace una hora que te llamo.

Cerró la puerta de un golpe.

Ramón caminó hasta su lugar de trabajo y no fue sino hasta la próxima guardia que volvió a verla cuando ella pasó frente al cuartel.

Llevaba en su brazo una canasta para traer verduras desde la chacra vecina. La dejó avanzar y luego, atravesando por el interior del cuartel, le apareció cuando llegaba a la mitad de su camino. La saludó y ella sonrió al verle aunque le pidió que la dejara seguir porque la “tía” controlaba su tiempo.

El hombre le dijo que estaba enamorado de ella, que la recordaba todo el tiempo y un torrente de palabras como nunca antes había dicho a otra persona. Luego el silencio de los dos.

Estaban parados junto a un eucaliptus enorme que los cubría de miradas indiscretas aunque por allí no se veía ni un ave. Él era alto, con un cuerpo de hombre bien desarrollado por su actividad en el cuartel; ella era pequeñita, muy delgada. Sus trenzas eran más gruesas que sus brazos.

La declaración del hombre la conmovió, sus mejillas estaban rojas y sus ojos abiertos por la sorpresa no se cerraron cuando él la atrajo hacia sí y la besó en los labios. Su boca, aún virgen a los besos de amor, se abrió cediendo ante la presión de la lengua masculina que la invadió. Sintió su cuerpo flotar y sus piernas flacas casi no la sostienen. Respondió al beso sin saber, sólo por instinto.

-Te quiero, negrita. Te quiero mía –Dijo él

Ella sólo podía mirar ese rostro tantas veces soñado y con sus ojos enamorados acaricio el bigote enorme y renegrido, las gruesas cejas y los ojos negros de mirar profundo.

-Esta noche esperame que voy a verte cuando todos se duerman… Ahora vaya que no quiero que me la maltraten y espéreme a la noche.

Ella siguió su camino y el hombre volvió sobre sus pasos.

Ramón sabía que había encontrado a quien sería su esposa y la madre de los hijos que le faltaba tener. Ella no sabía nada de la vida sólo que estaba enamorada de aquel hombre grande que la había besado y le dijera su primer “te quiero, negrita”.

Ansiosa esperó la llegada de la noche. Ese día no importó demasiado el maltrato ni los golpes. Nada hacía mella en Nicasia que estaba feliz, dichosa, alegre.

Con más presteza que nunca realizó las labores cotidianas. Sirvió la cena, luego les llevó café y licor de mandarinas casero. Mientras ellos departían en el living, ella limpió el comedor y los utensilios usados en la cocina, los platos y todo lo usado esa noche. Comió frugalmente en el rinconcito que en la cocina le estaba destinado. Después repasó las salas de la casa cuando todos se habían retirado a sus habitaciones.

Fue apagando las lámparas de querosén y cerrando puertas hasta llegar a la cocina.

La casona tenía una particular distribución. En las salas del frente, más cercanas a la puerta principal, estaban el living y el comedor, seguidos de los dormitorios principales que tenían ventana a la calle y puerta de salida a una gran galería que daba a un jardín  amplio con bancos y árboles frutales, especialmente cítricos. Jardín que estaba cercado por otro grupo de habitaciones destinado a dormitorios para huéspedes. Desde el comedor se accedía a otro patio interior donde estaba el cuarto de planchar y  la despensa donde colgaban los jamones resultantes de los carneos y se guardaban los insumos para la familia. Entre las dos cuartos un pasillo comunicaba al patio del fondo donde estaba la cocina enorme llena de cacharros y hasta un horno de barro en el exterior cuya boca estaba construida en la pared de la cocina. En el rincón más oscuro un catre, una silla y una pequeña mesa ubicados detrás de un cortinado hecho con tela basta era el territorio de Nicasia.

Hasta allí llegó Ramón Naveda. Sentado en la silla él, ella de pié, la abrazó. Quedó metida entre las robustas piernas del hombre que, de esta manera, a su altura, le habló de amor y le dio sus besos y caricias.

El hombre fue quitándole la poca ropa que tenía y descubrió que la vestían con enaguas hechas con la tela de las bolsas de harina. Desnudó el frágil cuerpo y encontró escoriaciones producidas por golpes y por el tosco vestuario. No tenía vellos en ninguna parte y al tocar zonas por él ya conocidas en otros cuerpos comprobó que el terreno estaba inexplorado, virgen, como le gustaba.

Consciente del propio cuerpo procuró prepararla para que fuese receptiva y no sufriera más dolor que el necesario. En la oscuridad de la cocina comenzó a amarla sin apuro. La tendió en el catre y la cubrió con su cuerpo desnudo. Ella, dócilmente, separó sus piernas para que él  ubicara su cuerpo en posición de concretar la unión. La humedad natural de los genitales no bastaba y él ayudó aportando saliva en su mano para lubricar su falo ganoso y la estrecha vagina palpitante.

Lentamente fue entrando el cuerpo masculino en el virgen terreno por descubrir. La excitación femenina permitió la invasión hasta el velo frágil que separaba la inocencia de la niña de la mujer. Hasta allí sintió la desmesura del invasor que a pesar de su suave tibieza  le provocaba un pequeño malestar.

El hombre buscó su boca y la cubrió con la suya. En ese momento ella sintió que su cuerpo se desgarraba, se partía en dos. Sintió que se moría. Quiso gritar su dolor pero él la besaba y le hablaba quedamente.

-Ya está, mamita. Ya pasa mi amor. Ya está, ya está…

Ella sintió las lágrimas rodar de sus ojos. Nunca imaginó semejante dolor. Quería cerrar sus piernas abiertas tan procazmente por el hombre. Quería quitárselo de encima pero se dio cuenta que sus brazos lo atraían y sus manos arañaban la espalda ancha y velluda. El hombre estaba quieto sobre ella y se quedó así hasta que ella se tranquilizó y distendió su cuerpo.

El comenzó a menearse sobre ella con suavidad haciendo que el dolor se diluyese y nuevas sensaciones ganaran en el cuerpo de la niña. La impúber vagina se lubricó más al sentir el calor que le transmitía el órgano masculino. Calor que subió desde la entrepierna desvirgada, pasó por el vientre, el pecho y llegó a su garganta y su cerebro. Después fue todo placer. Un placer creciente hasta que él dejó su semen ardiente en el joven cuerpo. Al sentir los latidos violentos del miembro de su amado, la niña se estremeció sintiendo que algo la desmadejaba, desarticulaba y la proyectaba al espacio disolviéndola. Obligando a que sus genitales se contrajeran rítmicamente estrangulando al animal vencido, multiplicando el placer del hombre.

Casi al amanecer él se vistió y se fue con la promesa de volver a la noche.

El día fue inacabable. Además del dolor inmenso centrado en su entrepierna que debía disimular frente a la “tía”, estaba el miedo de que descubrieran la mancha de sangre en el catre. Ella no sabía por qué salió sangre de su cuerpo y ese dolor que no pasaba. Apenas pudo entró al baño en el fondo y trató de mirarse sus genitales pero no pudo. Sentía la zona hinchada y muy dolorida.

El no haber dormido en la noche se tradujo en cansancio y torpeza que mereció la reprimenda de la tía hecha guascazos del rebenque que, si bien dolió, no fue tanto como el que sentía desde la noche.

Por fin terminó el día y llegó Ramón. Le contó de sus pesares y de lo ocurrido. Incluido los azotes. El hombre sintió que su ser se rebelaba y se jugó.

-Decime, negrita ¿Me querés?...

Sin dudar la naciente mujercita respondió

-Sí, señor…

-Entonces juntá tus cosas que te venís conmigo… Vas a vivir conmigo… ¿Querés ser mi mujer?...

-Sí, señor – Volvió a decir la niña.

El hombre la ayudo a envolver en la tosca sábana manchada con sangre la poquita ropa y juntos abandonaron la casa. Cerca de allí, atado a un árbol, estaba el caballo del hombre. Él montó primero y luego la ayudo a ella, la abrazó junto  a su pecho y al trotecito partieron para el Médano de Oro.

Nadie reclamó por la niña, ni averiguó nada.

Pasaron muchos años y cuando ya tenían cinco hijos recién se casaron. Después nacieron otros cinco hijos más. No sabe nadie si fueron felices, sí conocen que no comieron perdices y que solo la muerte de él, primero, los separó.

Los hijos, tan prolíficos como sus padres, fueron dueños de sueños, esperanzas e ilusiones que nunca se concretaron pero, a su manera, fueron felices.

Todavía está vigente y se cuenta en el pueblo la historia del lunar que muchas curiosas esperan encontrar y

 

buscan afanosamente.